Para el alma que dio vida a los Cuentos del Abuelo Tizoc

Por: Mónica Mendoza

Hay libros que se leen y se olvidan. Y hay otros… otros que no solo se leen, sino que se sienten. Se sienten como se sienten las cosas que han estado siempre con nosotros, aunque no supiéramos nombrarlas. Así es tu libro: un lugar donde habita la memoria, la ternura y la voz pausada de quien ha vivido mucho y aún quiere regalar un poco más.

Cuentos del Abuelo Tizoc es más que letras en papel. Es una herencia. Una fogata encendida en el corazón del tiempo. Uno abre sus páginas y, sin darse cuenta, vuelve a ser niño: sentado al pie de una mecedora, con los ojos grandes y el alma abierta, escuchando cómo alguien —el abuelo, la vida, el recuerdo— empieza a contar.

Tus cuentos tienen ese sabor antiguo que solo conservan las cosas contadas de boca en boca, de alma a alma. Llevan la música de lo cotidiano, el ritmo de lo sencillo, la belleza de lo que no necesita adornos porque está lleno de verdad.

Leer tus palabras es volver al campo, al pueblo, a la risa sin prisa. Es oír el viento entre los árboles y reconocer ahí la voz de alguien que amamos. Es recordar que antes de la prisa, del ruido y del olvido, existían los momentos que no necesitaban más que una historia para ser eternos.

Gracias por escribir con el corazón. Por recordar con palabras lo que otros dejaron que se borrara. Gracias por conservar la voz del abuelo que todos llevamos dentro, o que quizás perdimos demasiado pronto.

Tus cuentos son un puente. Una promesa de que lo vivido no desaparece si se cuenta con amor. Y tú has contado con amor. Con alma. Con la paciencia de quien no solo quiere narrar, sino sembrar algo en el corazón de los que escuchan.

Gracias por hacer que el abuelo Tizoc viva para siempre. En cada cuento, en cada lector, en cada nieto que encontrará en tu libro ese rincón tibio donde todo vuelve a tener sentido.

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